Esto no empieza en un despacho de Silicon Valley. Empieza en una residencia cutre de Dinamarca.
Yo, Gerard, estaba con mi TFG haciendo cosas raras con un electrolizador para producir hidrógeno.
Y entonces Alessio —mi vecino italiano con más entusiasmo que lógica— me suelta:
“¡Nos han cogido en una aceleradora de startups!”.
Le digo: “¿A ti y a mí? ¿Pero qué hemos hecho?”
Y él: “Tú pones la idea. Yo la pasión”.

Y oye… funcionó. Ganamos el programa y conseguimos nuestro primer business angel.
Ni sabíamos lo que era, pero ya estábamos montando una empresa.

Lo que aprendimos a hostias

 

Prepárate para fracasar.
El primer proyecto tenía más ilusión que sentido común. Imposible que saliera. Pero nos enseñó a caernos bien.

 

No persigas la tecnología de moda.
Hicimos blockchain para certificar energía verde. Era bonito. Pero nadie quería pagar por ello.

 

No te enamores del producto. Enamórate del mercado.
Aprendimos que lo que no se puede medir sin gastar una fortuna, no se vende.
Y justo ahí —gracias a mi época cambiando contadores en Endesa— nos dimos cuenta:
“¿Y si nos conectamos al contador digital y nos dejamos de instalar cacharros?”
Ahí sí. Empezamos a tener tracción. Clientes reales. Problemas reales. Soluciones reales.

 

Han pasado casi 8 años. Más de 3 millones invertidos.
Y no cambiaría nada.
Hemos aprendido a vender, a decir que no, a elegir clientes, a cerrar etapas, a entender que un producto sin ventas es solo un hobby caro.

Hoy sabemos qué quiere nuestro cliente. Y hacia allí vamos.
No para montar un unicornio.
Sino para construir una tienda digital de energía útil, rentable y sin humo.

¿La siguiente fase? No lo sé.
Pero sé que vamos a seguir. Porque eso es lo que nos ha traído hasta aquí.